POr Mónica Mateos Vega.
Durante 61 años su historieta retrató la vida de las colonias populares y criticó a la clase política
Periódico La Jornada
Miércoles 26 de mayo de 2010, p. a44
Una triste noticia hizo correr ayer las de cocodrilo en la capirucha, y en especial en el callejón del Cuajo número chorrocientos chochenta y chocho: murió Gabriel Vargas Bernal, uno de los pintamonos más lumbreras, es decir, uno de los caricaturistas mexicanos más importantes del siglo XX.
El creador de la entrañable familia Burrón, un barrio y un lenguaje que retrataron la vida de las colonias populares y pobres de la ciudad de México durante 61 años, pero que, sobre todo, plasmaron una dura crítica a la clase política en el poder, falleció en su casa, acompañado de su familia, a los 95 años de edad. Sus restos serán cremados hoy a las 9 de la mañana en una agencia funeraria de las calles de Sullivan.
Nació en 1915 en Tulancingo, Hidalgo, una tierra, como él decía, “de valientes muy de a caballo, muy enamorados y muy matones”.
Debido a la muerte de su padre, a los cuatro años tuvo que abandonar el terruño para instalarse en la ciudad de México, donde su madre abrió, en la calle de Moneda, una tienda de abarrotes para dar sustento a sus 12 hijos.
Ahí forjó su gran curiosidad por los personajes que lo rodeaban y que le hicieron ganar, cuando estaba en sexto de primaria, un concurso convocado por el entonces Departamento del Distrito Federal sobre el tráfico vehicular.
Realizó a los nueve años un dibujo con más de 2 mil figuras que detallaba el bullicio de la urbe, con todo y sus tiendas, anuncios y puestos ambulantes.
Pero su mamá se opuso a esa vocación: “¡Tú no vas a ser pintamonos!”, le decía, a lo que Gabriel replicaba llorando: “Pero me gusta mucho”, recordó el dibujante en una entrevista con La Jornada en 1998.
La necesidad y el empeño fueron los factores que dieron a luz a La Familia Burrón en 1937. Los poco más de 50 personajes de la historieta y las situaciones que vivían se fueron enriqueciendo en los recorridos que el autor hizo durante años por vecindades de Tepito y Santa Julia.
El dibujante los llamó Los Burrón en alusión a esa clase trabajadora que se la pasa “como bestias todos los días; éstos son burrones, me dije”.
Los temas recurrentes de la historieta, que se publicó sin interrupción durante 61 años, vendiendo en su época de oro hasta 500 mil ejemplares semanales, siempre fueron tratados, por encima de todo, con humor, así fuera la desintegración familiar, las casas chicas, los padres borrachos, la corrupción política, la carestía, la represión o la lentitud burocrática, explica el investigador Miguel Angel Gallo en su libro Los cómics: un enfoque sociológico (Ediciones Quinto Sol).
Añade que “el lenguaje usado por el autor es riquísimo en expresiones, refranes, apodos, caló, y representa en mucho el habla popular de amplios sectores urbanos. Así, la policía recibe epítetos como tecolotes, acólitos del diablo; el pulque será tlachicotón; la pistola, matona; la bebida, infle; la cara, feis; la cabeza, la de hueso; las piernas son las de galopar; los aviones, aeroplátanos; la casa, cantón; los pesos, varos, chuchos o tepalcates”.
En 2001 Gabriel Vargas explicaba a este diario: “durante muchos años agarré a los Burrón nada más en ratitos, los tenía arrumbados y ahora son lo único que tengo, lo único que me hace vivir. En ellos seguiré contado la vida cotidiana, como siempre, pues el país sigue igual: para abajo, sólo que con más rateros y más individuos que intranquilizan a la humanidad”.
El monero sentía pudor ante los elogios de “personajes de mucha educación, como Alfonso Reyes, Carlos Monsiváis y Sergio Pitol. Me apena no haber cursado ni siquiera la secundaria. Mi sueño era hacerme médico, como mi madre quería. Por la miseria y las necesidades me dediqué a trabajar. Me aventé al puro valor mexicano. Bajo otras circunstancias, jamás me hubiera atrevido a hacer historietas; es algo que me daba mucho miedo”.
Don Gabriel, quien siempre dijo con orgullo que él era uno de los Burrones, se fue a calacas. Y dicen los enterados que hoy cierran el Rizo de Oro en su memoria. Ruperto Tacuche hizo centenares de panes para repartir en el velorio, Bella Bellota y su hijo Robertino ayudarán a repartir campechanas y otras delicias de ese buen tahonero. Mientras, el poeta Avelino Pilongano prepara un soneto, que se usará de epitafio.
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